¡Qué días tan raros, che! El tiempo pasa
medio aguado y no me gusta. He extrañado muchísimo a mi pueblo, mi bici, la
escuela, a mi hermana, las caricaturas, la comida de mi mamá, los viajes a la
playa y las tardes de Mafalda.
Vivir en el DF me ha costado mucho
trabajo, tanto que ya no sé cuánto, me sigo sintiendo ajena y algo perdida.
Aunque el estar aquí me ha hecho pasar por un amor muy grande, también he
llorado por cosas que no entiendo.
En estos momentos quise echarle la culpa
al DF del estar extraviada, sobre todo porque cuando era pequeña, y convivía
con uno que otro pato, la vida era más fácil, al menos tenía tantas ganas de
que pasaran cosas y sabía qué quería: ir a la escuela y ver caricaturas. Hoy no
tengo idea.
Estar en la ciudad a mis 17 era necesario
para ir a la universidad y poder trabajar en lo que siempre me ha impresionado:
los medios. Lo logré, pero quedé desilusionada, no porque dejen de ser
impresionantes, sino porque hay que adaptarse mucho a otras cosas que nada
tienen que ver con el trabajo, por ejemplo, las personas.
El aprendizaje fue rudo y bastante cagante,
he ido de un lado a otro pretendiendo que la situación mejore, pero no, yo soy
la que tiene que hacer de su burbuja una muy linda. En esa búsqueda me perdí
más, encontré tantas opciones que en ninguna soy especialista, chale.
De profesora a redactora, a locutora; luego,
closed captionista, guionista, CM, cositas y todóloga… en el camino, me perdí.
Alguien a quien amo mucho me dijo: “estamos destinados a la grandeza”, pero
sigo sintiéndome talla cero, no por victimizarme, sino porque no sé pa’ dónde
crecer. En fin, creo que en el fondo sé
lo que quiero, pero sigo atrapada en el sueño citadino.
Aquí nomás, culpando al DF de mis
desgracias.
Suele pasar.